jueves, 19 de diciembre de 2013






Durante la última semana del trimestre, el alumnado de Escuelas Solidarias y de la Red de Escuelas por los Derechos Humanos (Amnistía Internacional) ha participado en la campaña "Regala tus palabras" y ha mostrado su apoyo a personas que han sido privadas de su libertad por expresar sus ideas. Amnistía Internacional nos ha permitido participar y nos ha enviado unas tarjetas para que los alumnos y alumnas de nuestro centro escribiesen sus mensajes solidarios.

 Para conocer con detalle esta propuesta o para participar, pulse el siguiente vínculo:

http://www.es.amnesty.org/regala-tus-palabras/

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Diciembre de Cuento: Cuento de Navidad. Ray Bradbury



El día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se dirigían a la estación de naves espaciales, el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo que el niño realizaría por el espacio, su primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más agradable posible. Cuando en la aduana los obligaron a dejar el regalo porque pasaba unos pocos kilos del peso máximo permitido y el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban algo muy importante para celebrar esa fiesta. El niño esperaba a sus padres en la terminal. Cuando éstos llegaron, murmuraban algo contra los oficiales interplanetarios.



-¿Qué haremos?



-Nada, ¿qué podemos hacer?

-¡Al niño le hacía tanta ilusión el árbol!



La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete de Marte. La madre y el padre fueron los últimos en entrar. El niño iba entre ellos, pálido y silencioso.



-Ya se me ocurrirá algo -dijo el padre.



-¿Qué...? -preguntó el niño.



El cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio oscuro. Lanzó una estela de fuego y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, para dirigirse a un lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas. Los pasajeros durmieron durante el resto del primer "día". Cerca de medianoche, hora terráquea según sus relojes neoyorquinos, el niño despertó y dijo:



-Quiero mirar por el ojo de buey.



-Todavía no -dijo el padre-. Más tarde.



-Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos.



-Espera un poco -dijo el padre.



El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y a otro, pensando en la fiesta de Navidad, en los regalos y en el árbol con sus velas blancas que había tenido que dejar en la aduana. Al fin creyó haber encontrado una idea que, si daba resultado, haría que el viaje fuera feliz y maravilloso.



-Hijo mío -dijo-, dentro de medía hora será Navidad.



La madre lo miró consternada; había esperado que de algún modo el niño lo olvidaría. El rostro del pequeño se iluminó; le temblaron los labios.



-Sí, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometieron.



-Sí, sí. todo eso y mucho más -dijo el padre.



-Pero... -empezó a decir la madre.



-Sí -dijo el padre-. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo pronto.

Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.



-Ya es casi la hora.



-¿Puedo tener un reloj? -preguntó el niño.



Le dieron el reloj, y el niño lo sostuvo entre los dedos: un resto del tiempo arrastrado por el fuego, el silencio y el momento insensible.



-¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?



-Ven, vamos a verlo -dijo el padre, y tomó al niño de la mano.



Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía.



-No entiendo.



-Ya lo entenderás -dijo el padre-. Hemos llegado.



Se detuvieron frente a una puerta cerrada que daba a una cabina. El padre llamó tres veces y luego dos, empleando un código. La puerta se abrió, llegó luz desde la cabina, y se oyó un murmullo de voces.



-Entra, hijo.



-Está oscuro.



-No tengas miedo, te llevaré de la mano. Entra, mamá.



Entraron en el cuarto y la puerta se cerró; el cuarto realmente estaba muy oscuro. Ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, el ojo de buey, una ventana de metro y medio de alto por dos de ancho, por la cual podían ver el espacio. El niño se quedó sin aliento, maravillado. Detrás, el padre y la madre contemplaron el espectáculo, y entonces, en la oscuridad del cuarto, varias personas se pusieron a cantar.



-Feliz Navidad, hijo -dijo el padre.



Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz contra el frío vidrio del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato, simplemente mirando el espacio, la noche profunda y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas.


martes, 17 de diciembre de 2013

Diciembre de Cuento: Navidad. Vladimir Nabokov




1. 


    Sleptsov regresó del pueblo caminando a través de las nieves que lo empañaban todo y, al llegar a su mansión campestre, se refugió en un rincón, sentado en una butaca de terciopelo que no recordaba haber utilizado con anterioridad. Es el tipo de cosa que sucede después de una gran calamidad. Y no es tu hermano, sino alguien a quien apenas conoces, un vecino que vive en la granja contigua y a quien nunca has concedido demasiada atención, alguien con quien habitualmente apenas intercambias una palabra, quien te conforta con sus palabras sabias y amables, y es él quien te alcanza el sombrero que se te ha caído una vez que ha terminado el funeral, y tú estás roto de dolor, con los dientes que te castañetean y los ojos cegados por el llanto. Lo mismo pasa con los objetos inanimados. Cualquier habitación, incluso la más absurdamente pequeña y acogedora, aquellos aposentos que nunca se habitan ni se utilizan en un ala perdida de la casa de campo, pueden albergar un rincón deshabitado. Y un rincón así era el que ahora albergaba a Sleptsov.



    El ala se conectaba, a través de una terraza o galería de madera, obstruida ahora por la nieve acumulada de nuestra Rusia del norte, con la vivienda principal que sólo se utilizaba en verano. No había necesidad de despertarla, de calentarla: el amo había venido de San Petersburgo a pasar sólo un par de días y se había instalado en el anexo, donde bastaba con poner en marcha las estufas blancas de porcelana danesa.



    El amo se quedó sentado en su rincón, en aquella butaca de terciopelo, como si estuviera en la sala de espera de la consulta de un médico. La habitación flotaba en la oscuridad; el denso azul de las primeras horas del crepúsculo se filtraba a través de las láminas de cristal de escarcha del paño de la ventana. Iván, el criado silencioso y corpulento, que se había quitado el bigote no hacía mucho y que ahora se parecía bastante a su padre, el mayordomo de la familia, ya fallecido, trajo un quinqué de gas, dispuesto como es debido y rebosante de luz. Lo depositó en una mesa pequeña y silenciosamente lo introdujo en su pantalla de seda rosa. Un espejo ligeramente inclinado reflejó por un instante su cabello gris y el dorso de su cabeza. Luego se retiró y la puerta se cerró con un crujido suave.



    Sleptsov alzó la mano, que tenía apoyada en la rodilla, y se dispuso a examinarla lentamente. La cera de la vela se había derramado y una gota se le había quedado pegada endurecida entre los pliegues de dos dedos. Extendió los dedos y la pequeña escama blanca se desprendió con un chasquido apagado.





2.





        A la mañana siguiente, después de pasar una noche entregado completamente a sueños sin sentido, fragmentarios, sin relación alguna con su dolor, cuando Sleptsov salió a la fría terraza, una tabla de la madera del suelo emitió un ruido como el disparo de una pistola bajo sus pies, y los reflejos de múltiples colores de los distintos paños de las ventanas formaron un paraíso de rectángulos cromáticos en los asientos de madera lavada y desnuda, sin cojines, que se alineaban a lo largo de las ventanas y bajo el alféizar. La puerta se le resistió al principio, para luego abrirse con un crujido como de mandíbula lasciva, y la escarcha deslumbrante lo hirió en el rostro. La arena rojiza, que alguien había arrojado providencialmente sobre el hielo que cubría los escalones del porche, parecía canela, y de los árboles colgaban ramas de hielo hendidas de un azul verdoso. Los muros de nieve alcanzaban las ventanas del anexo, atrapando con fuerza la pequeña y confortable estructura de madera en sus garras de hielo. Los pequeños túmulos de un blanco cremoso, que albergaban lo que en verano eran macizos de flores, se alzaban ligeramente sobre la nieve del suelo delante del porche, y a lo lejos acechaba el resplandor del parque, donde hasta el más pequeño apéndice de las negras ramas lucía con un borde de plata, y los abedules parecían querer recoger sus garras verdes bajo el peso de su carga brillante color de ciruela.



    Con altas botas de fieltro y un abrigo de piel con cuello de astracán, Sleptsov se encaminó en línea recta por la única senda abierta en la nieve, hacia aquel paisaje distante y cegador. Se sorprendía de seguir todavía vivo, y de ser capaz de percibir el brillo de la nieve y de sentir que los dientes le dolían al contacto con el frío. Incluso se dio cuenta de que un macizo cubierto de nieve había adquirido la forma de una fuente y de que un perro había dejado una serie de huellas de color azafrán sobre el muro de nieve, marcas ardientes sobre el hielo. Un poco más lejos, los postes de un puente peatonal sobresalían por encima del manto nevado, y al llegar allí Sleptsov se detuvo. Con amargura, con rencor, limpió a golpes la barandilla de aquel manto velludo de nieve. Recordó con absoluta nitidez el aspecto de aquel mismo puente en el último verano. 

Su hijo caminaba por aquellas tablas resbaladizas, salpicadas de amentos, y con destreza absoluta cazó en su red una mariposa que se había posado en la barandilla. Y en ese preciso momento el hijo vio a su padre. En su rostro se demora juguetona una risa perdida ya para siempre, bajo el ala de un sombrero de paja quemado por el sol; sus manos juegan con la cadena de la bolsa de piel que lleva colgada del cinturón, y abre las piernas tan queridas, tan suaves, morenas, en sus pantalones de lino y sandalias mojadas, con aquella postura tan suya y tan alegre. Murió en San Petersburgo, hace sólo unos días, después de murmurar incoherentemente en su delirio historias diversas acerca del colegio, de su bicicleta, de un gran insecto oriental, y ayer Sleptsov había llevado el ataúd -agobiado, parecía, con el peso de toda una vida- al campo, al panteón familiar junto a la iglesia del pueblo.



    Estaba todo tan silencioso y tranquilo como sólo puede estarlo un día helado de sol. Sleptsov alzó la pierna, salió del sendero dejando tras de sí huellas azules en la nieve y se abrió camino, entre los troncos de unos árboles inquietantemente blancos, hasta llegar al lugar donde el parque terminaba abruptamente cortado por el río. Más abajo, los bloques de hielo resplandecían junto a un agujero que quebraba la limpia sábana de hielo y, en la ribera opuesta, unas columnas muy rectas de humo rosa se alzaban por encima de los tejados nevados de las cabañas de madera. Sleptsov se quitó el gorro de astracán y se apoyó en el tronco de un árbol. En algún lugar en la distancia unos campesinos estaban cortando leña, cada golpe rebotaba con estruendo hacia el cielo, y más allá de la niebla plateada de los árboles, por encima de las isbas achaparradas, el sol hería con sus rayos ecuánimes la cruz de la iglesia. 

 



3.





        Y allí fue donde encaminó sus pasos después del almuerzo, en un viejo trineo de respaldo recto. La crin del caballo negro chasqueaba con fuerza en el aire helado, las blancas plumas de las ramas cercanas al suelo se deslizaban por encima de su cabeza, y las huellas que veía ante sí restallaban con un brillo azul de plata. Cuando llegó se sentó durante una hora junto a la tumba, descansando su mano enguantada y pesada en el hierro de la baranda que le quemaba la mano a través de la lana. Volvió a casa con un leve sentimiento de desencanto, como si allí, en el cementerio, hubiera estado más alejado de su hijo que aquí, donde las incontables huellas veraniegas de sus sandalias rápidas hubieran quedado preservadas intactas bajo la nieve.



    Por la noche, abrumado con una especie de ataque agudo de tristeza intensa, mandó abrir la casa principal. Cuando la puerta cedió con un lamento poderoso, dando paso a una brizna de una rara frescura, impropia del invierno, procedente del sonoro vestíbulo enrejado en hierro, Sleptsov tomó la lámpara de las manos del guarda y entró solo en la casa. Los suelos de parqué crujían fantasmales bajo sus pasos. Cuarto tras cuarto se fue llenando de luz amarilla y los muebles bajo sus sudarios le resultaron desconocidos; del techo ya no colgaba una araña cantarina sino una bolsa silenciosa; y la enorme sombra de Sleptsov, con un brazo que lentamente se iba extendiendo y separando del cuerpo, flotaba por las paredes y por los rectángulos grises de los cuadros.







    Fue hasta la habitación que había constituido el estudio de su hijo en el verano, apoyó la lámpara en el alféizar de la ventana y, rompiéndose las uñas al hacerlo, abrió las contraventanas, a pesar de que afuera todo era oscuridad. La llama amarilla del quinqué que ardía se reflejó en el cristal azul en el que también y por un momento se dibujó su rostro amplio y barbado.



    Se sentó junto a la mesa vacía y, adusto, con el ceño fruncido, examinó el pálido papel de la pared con sus guirnaldas de rosas azuladas; un escritorio estrecho, como de oficina, con cajones de arriba abajo; el sillón y las butacas bajo sus fundas; y de repente, dejando caer la cabeza sobre la mesa, empezó a temblar, apasionada, ruidosamente, apoyando primero sus labios, y luego sus mejillas mojadas contra la madera fría y polvorienta, y se aferró entre convulsiones a las esquinas distantes de la mesa.



    En la mesa encontró un cuaderno, unas planchas donde clavar las mariposas, alfileres negros y una caja de galletas inglesas que contenía un gran gusano de seda bastante exótico que había costado tres rublos. Al tacto tenía la consistencia del papel y parecía que estaba hecho de hojas pardas dobladas. Su hijo lo había recordado en su enfermedad, lamentándose de no habérselo llevado consigo, pero consolándose pensando que la crisálida que albergaba estaba probablemente muerta. También encontró una red desgarrada: una bolsa de tartalana en un aro que se doblaba (la gasa todavía olía a verano y a hierba caliente por el sol).



    Luego, sin dejar de llorar con todo su cuerpo, empezó a sacar uno a uno, inclinándose casi hasta el suelo, los cajones con cubierta de cristal del escritorio. A la débil luz del quinqué, los archivos de ejemplares diversos brillaban como si fueran de seda bajo el cristal. Aquí, en esta habitación, en esta misma mesa, su hijo había instalado y extendido las alas de sus capturas. Primero insertaba un alfiler en el insecto que había matado con todo cuidado y lo pegaba a la tabla de corcho, entre hileras de lana ajustable, y agarraba cuidadosamente, planas, las alas todavía frescas y suaves. Ahora ya estaban secas, hacía tiempo que lo estaban, y habían sido dispuestas en el escritorio -aquellas Pavo Real espectaculares, aquellas deslumbrantes Olmeras Nazarenas, y las distintas Falenas, algunas montadas en posición supina para mostrar sus tripas color de madreselva. Su hijo pronunciaba sus nombres latinos con un quejido de triunfo o con una expresión de desdén. ¡Y aquellas mariposas, las mariposas, las primeras Aspen Hawk de cinco veranos atrás!





4.





        Había luna y la noche estaba azul como con humo; unas nubes modestas se esparcían por el cielo sin llegar a tocar la luna, delicada, helada. Los árboles, masas de escarcha gris, lanzaban sombras oscuras en las paredes de nieve que destellaban aquí y allá en chispas metálicas. En la habitación tapizada y calentada del anexo, Iván había colocado un abedul de dos pies en un macetero de barro sobre la mesa, y estaba poniendo una vela en la cruz de su rama superior cuando Sleptsov llegó de la casa principal, helado, con los ojos enrojecidos, las mejillas sucias y manchadas de gris, con una caja de madera bajo el brazo. Al ver el árbol de Navidad sobre la mesa, preguntó abstraído: "¿Qué es eso?".



    Liberándolo de la caja, Iván contestó con voz sorda, enternecida.



    -Mañana es fiesta.



    -No, lléveselo -dijo Sleptsov frunciendo el ceño, mientras pensaba: "¿Será posible que sea Navidad? ¿Cómo puedo haberme olvidado?".



    Iván insistió amablemente.



    -Es bonito, y además es verde. Déjelo durante un tiempo.



    -Por favor, lléveselo -repitió Sleptsov y se inclinó sobre la caja que había traído consigo. En ella atesoraba las posesiones de su hijo, la red para cazar mariposas, la lata de galletas con el capullo de seda, la tabla donde clavaba las mariposas, los alfileres en su caja de laca, el cuaderno azul. La primera página estaba desgarrada y rota por la mitad, y el trozo que quedaba encerraba un fragmento de un dictado de francés. A continuación había entradas y anotaciones cotidianas, nombres de mariposas que había capturado, y otras notas:



    "He caminado por el pantano hoy hasta llegar a Borovichi..."

    "Hoy ha estado lloviendo. He jugado al ajedrez con mi padre, y luego he leído la Fragata de Goncharov, tremendamente aburrida."



    "Un día de calor maravilloso. Por la tarde he dado un paseo en bicicleta. Se me ha metido una mosca en el ojo. He pasado deliberadamente junto a su casa dos veces pero no la he visto..."



    Sleptsov levantó el rostro, y se tragó algo enorme y también caliente. ¿Quién era aquella mujer a la que se refería su hijo?



    "Como siempre, he dado mi paseo en bicicleta", continuó leyendo. "Casi nos cruzamos con la mirada. Mi amor, mi amada..."



  -Esto es inconcebible -susurró Sleptsov-. No puedo ni imaginarme...



  Volvió a inclinarse, descifrando con avidez aquella letra infantil que no conseguía mantener líneas ni márgenes.



  "Hoy he visto un ejemplar de la Vanesa Atalanta. Eso quiere decir que ha llegado el otoño. Por la noche, lluvia. Probablemente se haya ido ya, y ni siquiera nos hemos conocido. Adiós, mi amor. Me siento tremendamente triste..."



    -Nunca me dijo nada... -Sleptsov intentó recordar, frotándose la frente con la palma de la mano.



    En la última página había un dibujo a tinta: los cuartos traseros de un elefante, dos columnas gruesas, la punta de las orejas y una cola diminuta.



    Sleptsov se levantó. Movió la cabeza en un gesto de desaprobación, conteniendo una nueva avalancha de gemidos despreciables.



    -Ya no puedo aguantar más -se arrastraba su voz entre gemidos, sin dejar de repetir cada vez más despacio-, ya... no... puedo... aguantar... más...



    -Mañana es Navidad -el recuerdo lo invadió bruscamente-, y yo me voy a morir. Desde luego. Es tan sencillo. Esta misma noche...



    Sacó un pañuelo y se secó los ojos, la barba, las mejillas. En el pañuelo quedaron unas manchas, rayas oscuras.



    -...muerte -dijo Sleptsov suavemente, como rematando una frase muy larga.



    El reloj dio la hora. La escarcha se imbricaba en dibujos geométricos sobre el cristal azul de la ventana. El cuaderno, abierto, brillaba radiante sobre la mesa; junto a él, la luz atravesaba la gasa del cazamariposas y relucía en la esquina de la lata abierta. Sleptsov cerró los ojos con fuerza, y tuvo una sensación pasajera de que ante él se tendía una vida terrena, totalmente desnuda y comprensible, y también estremecedoramente triste, humillantemente sin sentido, estéril, desnuda de milagros...





    En ese preciso momento se oyó un chasquido, un ruido débil como el de una goma que se estira hasta romperse. Sleptsov abrió los ojos. El gusano de seda en su lata de galletas había estallado, y una criatura negra y toda arrugada, del tamaño de un ratón, reptaba por la pared por encima de la mesa. Se detuvo, asido a la superficie con sus seis patas velludas, y empezó a palpitar de forma extraña. Había surgido de su crisálida debido a que un hombre, vencido por el dolor, había llevado una lata hasta su habitación caldeada, y el calor había penetrado su envoltura tensa de hojas de seda; había esperado aquel momento durante tanto tiempo, había reunido toda su fuerza con tal furor, que ahora, habiendo conseguido surgir a la vida, no hacía sino desparramarse lenta y milagrosamente. Poco a poco los tejidos arrugados, las extremidades de terciopelo se fueron desplegando; las venas en forma de abanico se fueron fortaleciendo al llenarse de aire. Imperceptiblemente, se transformó en una cosa alada, de la misma forma en la que un rostro que está madurando se convierte imperceptiblemente en un rostro bello. Y sus alas -todavía débiles, todavía húmedas- no dejaban de crecer y de desplegarse, y ahora ya habían llegado a desarrollarse hasta el límite que Dios les había puesto, y allí, en la pared, en lugar de un terrón minúsculo de vida, en lugar de un ratón oscuro, lo que había era una gran mariposa Attacus como esas que vuelan, como pájaros, en torno a las lámparas en el crepúsculo de la India.



    Y entonces aquellas poderosas alas negras, cada una con su mancha vidriosa y su vello púrpura enganchado al polvo de sus bordes, respiraron a fondo bajo el impulso de una felicidad tierna, devastadora, casi humana.







lunes, 16 de diciembre de 2013

Diciembre de Cuento: Nochebuena. Guy de Maupassant



¡La Nochebuena! ¡Ah, la Nochebuena! Jamás celebraré yo la Nochebuena…


Y Enrique Templier decía esto con una voz tan furiosa como si le propusieran una infamia.


Los otros, riendo, exclamaban:


—¿Por qué te encolerizas así?


—Porque la Nochebuena me ha jugado la más abominable de las burlas. Porque guardo un invencible horror a esta noche de alegría imbécil.


—¿Qué fue?


—¿Qué? ¿Vosotros queréis saberlo? Pues escuchad. Aquel invierno era muy frío, tan frío que hacía morir a los pobres en las calles. Tenía yo entonces entre manos una obra urgente y rehusé todas las invitaciones que me fueron hechas para celebrar la Nochebuena, prefiriendo pasar la noche delante de mi mesa de trabajo. Comí solo y volví a mi tarea. Pero hacia las diez, el ruido de las calles, que a pesar de mis preocupaciones percibía, y los preparativos de cena que se advertían en la vecindad, me agitaron.


No sabía lo que hacía. Escribía cien disparates y comprendí que no haría cosa de provecho en aquella noche. Daba grandes paseos por mi cuarto; me sentaba, me levantaba; indudablemente sufría la misteriosa influencia de la alegría de fuera, y me resigné. Llamé a mi muchacha y le dije:


—Ángela, vaya usted a buscar cena para dos; ostras, una perdiz y cangrejos, jamón y pasteles. Traiga usted también dos botellas de champaña; ponga dos cubiertos y acuéstese usted.

Obedeció un poco sorprendida. Cuando todo estuvo preparado me puse el abrigo y salí.
 
Quedaba una gran cuestión que resolver. ¿Con quién celebraría mi Nochebuena? Mis amigos estarían todos invitados. Para contar con uno hubiera sido necesario comprometerle anticipadamente. Entonces pensé en realizar una buena acción al mismo tiempo que me procuraba compañía. Y me dije: “París está lleno de hermosas y pobres jóvenes que no tienen cena esta noche y que andan errantes en busca de un muchacho generoso. Yo seré la Providencia de Navidad para una de esas desheredadas. Voy a corretear un poco por las calles, entraré en los lugares del placer, preguntaré, ojearé y escogeré a mi gusto”.
 
Y empecé a recorrer la ciudad. Desde luego, encontré gran número de muchachas infelices que buscaban aventura, pero unas eran feas hasta proporcionar una indigestión, y otras tan delgadas que podían quebrarse por los pies si se tropezaban. Yo soy débil, ya lo sabéis. Adoro a las mujeres llenitas. Cuanto más metidas en carnes, más me gustan. De pronto, cerca del teatro de Variedades, descubro un perfil que me agrada. Una cabeza hermosa y dos curvas atractivas: la del pecho, muy bella; la de más abajo, sorprendente. Una barriga de pato gordo. Me quedaba un punto que esclarecer: el rostro. El rostro es el postre; y el resto, el asado. Apreté el paso. Era encantadora, muy joven, morena y con grandes ojos negros. Le hice mi proposición, que aceptó sin vacilar. Un cuarto de hora después estábamos sentados a la mesa en el comedor de mi casa.


Al entrar exclamó:


—¡Ah, qué bien se está aquí!


Y miraba alrededor con la satisfacción visible de haber encontrado habitación y mesa en aquella noche glacial.



Era una mujer arrogante y gruesa. Se quitó el abrigo y el sombrero. Se sentó y se puso a comer; pero no parecía del todo bien dispuesta. De cuando en cuando, su cara, un poco pálida, se alteraba como si sufriese un dolor oculto. Le pregunté:


—¿Tienes algún disgusto?, ¿te pasa algo?


Me contestó:


—¡Bah! Olvidémonos de todo.


Empezó a beber. Vaciaba de un sorbo su vaso de champaña y lo llenaba sin cesar. Bien pronto empezó a ponerse encarnada y a reír locamente. Yo la adoraba ya. La besaba apasionadamente y descubrí que no era vulgar ni grosera.


En fin: llegó el momento de acostarse, y mientras yo levantaba la mesa colocada delante de la chimenea, ella se desnudó vivamente y se deslizó entre las sábanas. Mis vecinos hacían un ruido infernal, riendo y cantando como locos, y yo pensaba: “He hecho bien en ir a buscar a esta hermosa muchacha. No habría sido posible trabajar de ningún modo”.


Un quejido profundo me hizo volver la cabeza.


—¿Qué tienes, querida?


No respondió, pero siguió suspirando dolorosamente, como si sufriera de una manera horrible.
—¿Estás indispuesta? —le pregunté.


Entonces lanzó un grito, un grito espantoso. Me precipité hacia ella con una bujía en la mano.

 Su fisonomía estaba descompuesta por el dolor. Se retorcía las manos y salían de su garganta gemidos sordos como el estertor de un agonizante. Aturdido, yo le preguntaba:


—¿Qué tienes?


No respondía y comenzó a dar alaridos. De pronto, las vecinas callaron y se pusieron a escuchar lo que pasaba en mi habitación.


—¿Qué tienes? Dímelo —repetía yo—. ¿Qué te duele?


Entonces balbuceó:


—¡Oh, mi vientre, mi vientre!


Levanté sus ropas y vi…


Aquella mujer, amigos míos ¡estaba dando a luz!


Entonces, con la cabeza perdida, fui hacia la pared de mi cuarto y empecé a dar puñetazos gritando con todas mis fuerzas:


—¡Socorro, socorro!


La puerta se abrió y se precipitó en mi cuarto una multitud de hombres vestidos de frac, mujeres escotadas, pierrots, turcos, mosqueteros. Esta invasión me enloquecía de tal modo que no acertaba a encontrar una explicación. Temían un accidente grave, un crimen, quizá, y no me comprendían. Yo pude decir al fin:


—Es… es que está dando a luz.


Entonces todos la examinaron, dando cada uno su opinión. Un capuchino, sobre todo, pretendía ser inteligente en el asunto y quería ayudar a la Naturaleza. Todos estaban más o menos borrachos y creo que la hubieran matado. Yo me precipité sin sombrero por la escalera para buscar un médico viejo que vivía cerca. Cuando volví con el médico, los vecinos de todos los pisos ocupaban mi habitación. Cuatro desahogados, sentados a la mesa, concluían con mis cangrejos y mi champaña.


A mi llegada, oí un grito formidable y una lechera me presentó sobre una tabla un pedazo de carne, arrugada y doblada, que gemía y maullaba como un gato.


—Es una niña —me dijo.


El médico examinó a la recién parida, declarando que su estado era grave por haber sucedido el parto después de una cena, y se fue, anunciándome que mandaría a una enfermera y una nodriza. Las dos mujeres llegaron una hora después, trayendo un paquete de medicamentos.



Yo pasé la noche en una butaca, demasiado aturdido para poder reflexionar sobre las consecuencias del lance.


Volvió el médico por la mañana y halló bastante mal a la enferma.


—Su mujer de usted —me dijo.


—No es mi mujer —le interrumpí.


—O su querida, poco me importa —y siguió enumerando los cuidados, los medicamentos y el régimen que necesitaba.


¿Qué hacer? Enviar a esa desgraciada al hospital hubiera significado aparecer a los ojos de toda la vecindad, del barrio entero, como un desalmado. La retuve en mi casa y estuvo seis semanas enferma en mi misma cama.


¿El niño? Lo di a criar en un pueblo cercano. Me cuesta cincuenta pesetas al mes y, habiendo pagado hasta hoy, me veo obligado a pagar hasta que me muera. Cuando tenga criterio para comprender, supondrá que soy su padre.


Y para colmo de desdichas, cuando estuvo curada…, me quería, me quería con delirio la muy…


Pero se puso delgada como un gato hambriento. Y me paso el día huyendo de la maldita, que parece un esqueleto, y me aguarda en las calles, se esconde para verme pasar, me detiene de noche cuando salgo, para besarme la mano, me aburre y me vuelve loco.



Ya sabéis por qué no celebraré nunca la Nochebuena.»

viernes, 13 de diciembre de 2013

Diciembre de Cuento: Oscar Wilde. El ilustre cohete






El hijo del rey estaba en vísperas de casarse. Con este motivo el regocijo era general. 


Estuvo esperando un año entero a su prometida, y al fin llegó ésta.


Era una princesa rusa que había hecho el viaje desde Finlandia en un trineo tirado por seis renos, que tenía la forma de un gran cisne de oro; la princesa iba acostada entre las alas del cisne.


Su largo manto de armiño caía recto sobre sus pies. Llevaba en la cabeza un gorrito de tisú de plata y era pálida como el palacio de nieve en que había vivido siempre.


Era tan pálida, que al pasar por las calles, se quedaban admiradas las gentes.


-Parece una rosa blanca -decían.


Y le echaban flores desde los balcones.


A la puerta del castillo estaba el príncipe para recibirla. Tenía los ojos violeta y soñadores, y sus cabellos eran como oro fino.


Al verla, hincó una rodilla en tierra y besó su mano.


-Tu retrato era bello -murmuró-, pero eres más bella que el retrato.


Y la princesita se ruborizó.


-Hace un momento parecía una rosa blanca -dijo un pajecillo a su vecino-, pero ahora parece una rosa roja.


Y toda la corte se quedó extasiada.


Durante los tres días siguientes todo el mundo no cesó de repetir:


-¡Rosa blanca, rosa roja! ¡Rosa roja, rosa blanca!


Y el rey ordenó que diesen doble paga al paje.


Como él no percibía paga alguna, su posición no mejoró mucho por eso; pero todos lo consideraron como un gran honor y el real decreto fue publicado con todo requisito en la Gaceta de la Corte.


Transcurridos aquellos tres días, se celebraron las bodas.


Fue una ceremonia magnífica.


Los recién casados pasaron cogidos de la mano, bajo un dosel de terciopelo granate, bordado de perlitas.


Luego se celebró un banquete oficial que duró cinco horas.


El príncipe y la princesa, sentados al extremo del gran salón, bebieron en una copa de cristal purísimo. 

Únicamente los verdaderos enamorados podían beber en esa copa, porque si la tocaban unos labios falsos, el cristal se empañaba, quedaba gris y manchoso.


-Es evidente que se aman -dijo el pajecillo-. Resultan tan claros como el cristal.


Y el rey volvió a doblarle la paga.


-¡Qué honor! -exclamaron todos los cortesanos.


Después del banquete hubo baile.


Los recién casados debían bailar juntos la danza de las rosas, y el rey tenía que tocar la flauta.


La tocaba muy mal, pero nadie se había atrevido a decírselo nunca, porque era el rey. La verdad es que no sabía más que dos piezas y no estaba seguro nunca de la que interpretaba, aunque esto no le preocupase, pues hiciera lo que hiciera todo el mundo gritaba:


-¡Delicioso! ¡Encantador!


El último número del programa consistía en unos fuegos artificiales que debían empezar exactamente a media noche.


La princesita no había visto fuegos artificiales en su vida. Por eso el rey encargó al pirotécnico real que pusiera en juego todos los recursos de su arte el día del casamiento de la princesa.


-¿A qué se parecen los fuegos artificiales? -preguntó ella al príncipe, mientras se paseaban por la terraza.


-Se parecen a la aurora boreal -dijo el rey, que respondía siempre a las preguntas dirigidas a los demás-. Sólo que son más naturales. Yo los prefiero a las estrellas, porque sabe uno siempre cuándo van a empezar a brillar y son además tan agradables como la música de mi flauta. Ya verán.., ya verán...


Así pues, levantaron un tablado en el fondo del jardín real, y no bien acabó de prepararlo todo el pirotécnico real, cuando los fuegos artificiales se pusieron a charlar entre sí.


-El mundo es seguramente muy hermoso -dijo un pequeño buscapiés-. Miren esos tulipanes amarillos. ¡A fe 
mía, ni aun siendo petardos de verdad, podrían resultar más bonitos! Me alegro mucho de haber viajado. Los viajes desarrollan el espíritu de una manera asombrosa y acaban con todos los prejuicios que haya podido uno conservar.


-El jardín del rey no es el mundo, joven alocado -dijo una gruesa candela romana-. El mundo es una extensión enorme y necesitarías tres días para recorrerlo por entero.


-Todo lugar que amamos es para nosotros el mundo -dijo una rueda unida en otro tiempo a una vieja caja de pino y muy orgullosa de su corazón destrozado- pero el amor no está de moda; los poetas lo han matado. 

Han escrito tanto sobre él, que nadie les cree ya, cosa que no me extraña. El verdadero amor sufre y calla... 

Recuerdo que yo misma, una vez.., pero no se trata de eso aquí. El romanticismo es algo del pasado.


-¡Qué estupidez! -exclamó la candela romana-. La novela no muere nunca. ¡Se parece a la luna: vive siempre! 

Realmente, los recién casados se aman tiernamente. He sabido todo lo concerniente a ellos esta mañana por un cartucho de papel oscuro que estaba en el mismo cajón que yo y que sabe las últimas noticias de la corte.


Pero la rueda meneó la cabeza.


-¡El romanticismo ha muerto! ¡El romanticismo ha muerto! ¡El romanticismo ha muerto! -murmuró.


Era una de esas personas que creen que repitiendo una cosa cierto número de veces, acaba por ser verdad.


De pronto se oyó una tos fuerte y seca y todos miraron a su alrededor. Era un pequeño cohete de altivo continente atado a la punta de un palo. Tosía siempre antes de hacer una advertencia, como para llamar la atención.


-¡Ejem! ¡Ejem! -exclamó.


Y todo el mundo se dispuso a escucharle, menos la pobre rueda, que seguía moviendo la cabeza y murmurando:


-¡El romanticismo ha muerto!


-¡Orden! ¡Orden! -gritó un petardo.


Tenía algo de político y había tomado siempre parte importante en las elecciones locales. Por eso conocía las 
frases empleadas en el Parlamento.


-¡Ha muerto del todo! -suspiró la rueda. Y se volvió a dormir.


No bien se restableció por completo el silencio, el cohete tosió por la tercera vez y comenzó. Hablaba con una voz clara y lenta, como si dictase sus memorias, y miraba siempre por encima del hombro a la persona a quien se dirigía. Realmente, tenía unos modales distinguidísimos.


-¡Qué feliz es el hijo del rey -observó- por casarse el mismo día en que me van a disparar! Ni preparándolo de antemano podría resultar mejor para él; aunque los príncipes siempre tienen suerte.


-¿Ah, sí? -dijo el pequeño buscapiés-. Yo creí que era precisamente lo contrario y que era usted a quien se disparaba en honor del príncipe.


-Ése quizás sea su caso -replicó el cohete-. Casi diríase que estoy seguro de ello; pero en cuanto a mí, es ya diferente. Soy un cohete distinguido y desciendo de padres igualmente distinguidos. Mi madre era la girándula más célebre de su época. Tenía fama por la gracia de su danza. Cuando hizo su gran aparición en público, dio diecinueve vueltas antes de apagarse, lanzando por el aire siete estrellas rojas a cada vuelta. Tenía tres pies y medio de diámetro y estaba fabricada con pólvora de la mejor. Mi padre era cohete como yo y de origen francés. Volaba tan alto, que la gente temía que no volviese a descender. Descendía, sin embargo, porque era de excelente constitución e hizo una caída brillantísima, en forma de lluvia, de chispas de oro. Los periódicos se ocuparon de él en términos muy halagüeños, y hasta la Gaceta de la Corte dijo que "señalaba el triunfo del arte pilotécnico".


-Pirotécnico, pirotécnico querrá decir -interrumpió una bengala-. Sé que es pirotécnico porque he visto la palabra escrita sobre mi caja de hoja de lata.


-Pues yo digo pilotécnico -replicó el cohete en tono severo.


Y la bengala se quedó tan apabullada, que empezó inmediatamente a mortificar a los buscapiés pequeños para demostrar que ella también era persona de bastante importancia.


-Decía yo... -prosiguió el cohete-, decía yo... ¿qué es lo que yo decía?


-Hablaba de usted mismo -repuso la candela romana.


-Naturalmente. Sé que hablaba de alguna cosa interesante cuando he sido tan groseramente interrumpido. 

Odio la grosería y las malas maneras, porque soy extremadamente sensible. No hay nadie en el mundo tan sensible como yo, estoy seguro de ello.


-¿Qué es una persona sensible? -preguntó el petardo a la candela romana.


-Una persona que porque tiene callos pisa siempre los pies a los demás -respondió la candela en un débil murmullo.


Y el petardo casi estalló de risa.


-¡Perdón! ¿De qué se ríe? -preguntó el cohete-. Yo no me río.


-Me río porque soy feliz -replicó el petardo.


-Es un motivo bien egoísta -dijo el cohete con ira-. ¿Qué derecho tiene para ser feliz? Debería pensar en los demás, debería pensar en mí. Yo pienso siempre en mí y creo que todo el mundo debería hacer lo mismo. 

Eso es lo que se llama simpatía. Es una hermosa virtud y yo la poseo en alto grado. Suponga, por ejemplo, que me sucediese algún percance esta noche. ¡Qué desgracia para todo el mundo! El príncipe y la princesa no podrían ya ser felices: se habría acabado su vida de matrimonio. En cuanto al rey, creo que no podría soportarlo. Realmente, cuando empiezo a pensar en la importancia de mi papel, me emociono hasta casi llorar.


-Si quiere agradar a los demás -exclamó la candela romana-, haría mejor en mantenerse en seco.


-¡Ciertamente! -exclamó la bengala, que no estaba de muy buen humor-, eso es sencillamente de sentido común.


-¿Cree que es de sentido común? -replicó el cohete indignado-. Olvida que yo no tengo nada común y que soy muy distinguido. ¡A fe mía todo el mundo puede tener sentido común con tal de carecer de imaginación! 
Pero yo tengo imaginación, porque nunca veo las cosas como son. Las veo siempre muy diferentes de lo que son. En cuanto a eso de mantenerme en seco, es que no hay aquí, con toda seguridad, nadie que sepa apreciar a fondo un temperamento delicado. Afortunadamente para mí, no me importa nada. La única cosa que le sostiene a uno en la vida es el convencimiento de la enorme inferioridad de sus semejantes y éste es un sentimiento que he mantenido siempre en mí. Pero ninguno de ustedes tiene corazón. Gritan y se regocijan como si el príncipe y la princesa no estuviesen celebrando sus bodas.


-¡Eh! -exclamó un pequeño globo de fuego-. ¿Y por qué no? Es una alegre ocasión y cuando estalle yo en el aire pienso comunicárselo a todas las estrellas. Ya verán cómo brillarán cuando las hable de la bella recién casada.


-¡Oh, qué concepto más banal de la vida! -dijo el cohete-, pero no me esperaba yo menos. No hay nada en usted. Es hueco y vacío. ¡Bah! Quizás el príncipe y la princesa se vayan a vivir en un país en que haya un río profundo, quizás tengan un solo hijo, un pequeñuelo de pelo rizado y de ojos violeta como los del príncipe. Quizás vaya algún día a pasearse con su nodriza. Quizás la nodriza se duerma debajo de un gran sauce. Quizás el niño se caiga al río y se ahogue. ¡Qué terrible desgracia! ¡Los pobres perder su hijo único! Es terrible, realmente. No podré soportarlo nunca.


-Pero no han perdido su hijo único -dijo la candela romana-. No les ha sucedido ninguna desgracia.


-No he dicho que les haya sucedido -replicó el cohete-. He dicho que podría sucederles. Si hubiesen perdido a su hijo único, sería inútil decir nada sobre el suceso. Detesto a las personas que lloran por su cántaro de leche roto. Pero cuando pienso que han perdido a su hijo único, me siento verdaderamente tristísimo.


-Ya lo veo -exclamó la bengala-. Realmente es usted la persona más afectada que he visto en mi vida.


-Y usted la persona más grosera que he conocido -dijo el cohete-. No puede comprender mi afecto por el príncipe.


-¡Bah! Ni siquiera lo conoce... -chisporroteó la candela romana.


-No, nunca dije que le conociera -respondió el cohete-. Me atrevo a decir que si lo conociese no sería de ningún modo amigo suyo. Es cosa peligrosa conocer uno a sus amigos.


-Mejor haría en mantenerse en seco -dijo el globo de fuego-. Eso es lo más importante.


-Para usted no dudo que será importantísimo -respondió el cohete-. Pero yo lloraré si me viene en gana.


Y el cohete estalló en lágrimas que corrieron sobre su vara en gotas de lluvia, ahogando casi a dos pequeños escarabajos que pensaban precisamente en fundar una familia y buscaban un bonito sito seco para instalarse.


-Debe tener un temperamento verdaderamente romántico, pues llora cuando no hay por qué llorar -dijo la rueda.


Y lanzando un profundo suspiro, se puso a pensar en la caja de madera.


Pero la candela romana y la bengala estaban indignadas. Gritaban con todas sus fuerzas:


-¡Pamplinas! ¡Pamplinas!


Eran muy prácticas, y cuando se oponían a algo lo denominaban pamplinas.


Entonces apareció la luna como un soberbio escudo de plata y las estrellas comenzaron a brillar y llegaron al palacio los sones de una música.


El príncipe y la princesa dirigían el baile. Bailaban tan bien que los pequeños lirios blancos echaban un vistazo por la ventana contemplándolos, y las grandes amapolas rojas movían la cabeza, llevando el compás.


En aquel momento sonaron las diez, luego las once y luego las doce, y a la última campanada de media noche, todo el mundo fue a la terraza y el rey hizo llamar al pirotécnico real.


-Empiecen los fuegos artificiales-dijo el rey. Y el pirotécnico real hizo un profundo saludo y se dirigió al fondo del jardín. Tenía seis ayudantes. Cada uno llevaba una antorcha encendida sujeta a la punta de una larga pértiga.


Fue realmente una soberbia irradiación de luz.


-¡Ssss! ¡Ssss! -hizo la rueda que empezó a girar.


-¡Bum! ¡Bum! -replicó la candela romana. Entonces los buscapiés entraron en danza y las bengalas colorearon todo de rojo.


-¡Adiós! -gritó el globo de fuego mientras se elevaba haciendo llover chispitas azules.


-¡Bang! ¡Bang! -respondieron los petardos, que se divertían muchísimo.


Todos tuvieron un gran éxito, menos el cohete. Estaba tan húmedo por haber llorado que no pudo arder. Lo mejor que había en él era la pólvora y ésta se hallaba tan mojada por las lágrimas que estaba inservible. Toda su pobre parentela, a la que no se dignaba hablar sin una sonrisa despectiva, produjo un gran alboroto por el cielo, como si fuesen magníficos ramilletes de oro floreciendo en fuego.


-¡Bravo! ¡Bravo! -gritaba la corte.


Y la princesita reía de placer.


-Creo que me reservan para alguna gran ocasión -dijo el cohete-. Indudablemente es eso.


Y miraba a su alrededor con aire más orgulloso que nunca.


Al día siguiente vinieron los obreros a colocarlo todo de nuevo en su sitio.


-Evidentemente es una comisión -se dijo el cohete-. Los recibiré con una tranquila dignidad.


Y engallándose empezó a fruncir las cejas como si pensase en algo muy importante. Pero los obreros no se dieron cuenta de su presencia hasta dejarlo atrás.


Entonces uno de ellos lo vio.


-¡Ah! -gritó-. ¡Qué mal cohete!


Y le tiró al paso por encima del muro.


-¡Mal cohete! ¡Mal cohete! -dijo éste girando por el aire-. ¡Imposible! Famoso cohete, eso es lo que han querido decir. Mal y famoso suenan para mí casi lo mismo, y a veces ambas cosas son idénticas.


Y cayó en el lodo.


-No es esto muy cómodo -observó-, pero sin duda es algún balneario de moda a donde me han enviado para que reponga mi salud. Mis nervios están muy desgastados y necesito descanso.


Entonces una ranita de ojillos brillantes y de traje verde moteado, nadó hacia él.


-Ya veo que es un recién llegado -dijo la rana-. ¡Bueno! Después de todo no hay nada como el fango. Denme un tiempo lluvioso y un hoyo y soy completamente feliz... ¿Cree que la tarde será calurosa? Así lo espero, porque el cielo está todo azul y despejado. ¡Qué lástima!


-¡Ejem!, Ejem! -profirió el cohete tosiendo.


-¡Qué voz más deliciosa tiene! -gritó la rana-. Parece el croar de una rana y croar es la cosa más musical del mundo. Ya oirá nuestros coros esta noche. Nos colocamos en el antiguo estanque de los patos junto a la alquería y en cuanto aparece la luna, empezamos. El concierto es tan sublime que todo el mundo viene a oírnos. Ayer, sin ir más lejos, oí a la mujer del colono decir a la madre que no pudo dormir ni un segundo durante la noche por nuestra causa. Es muy agradable ver lo popular que es una.


-¡Ejem!, Ejem! -dijo el cohete.


Estaba muy molesto de no poder salir de su mutismo.


-¡Sí, una voz deliciosa! -prosiguió la rana-. Espero que vendrá al estanque de los patos. Voy a echar un vistazo a mis hijas. Tengo seis hijas soberbias y me inquieta mucho que el sollo tope con ellas... Es un verdadero monstruo y no sentiría el menor escrúpulo en comérselas. Así es que ¡adiós! Me agrada mucho su conversación, se lo aseguro.


-¿Y llama conversación a esto? -dijo el cohete-. Ha charlado usted sola todo el rato. Eso no es conversación.


-Alguien tiene que escuchar siempre -replicó la rana-, y a mí me gusta llevar la voz cantante en la conversación. Así se ahorra tiempo y se evitan disputas.


-Pues a mí me gusta la discusión -dijo el cohete.


-No lo creo -replicó la rana con aire compasivo-. Las discusiones son completamente vulgares, porque en la buena sociedad todo el mundo tiene exactamente las mismas opiniones. Adiós otra vez. Veo a mis hijas allá abajo.


Y la ranita se puso a nadar nuevamente.


-Es una persona antipática -dijo el cohete-, y mal educada. Detesto a las gentes que hablan de sí mismas como usted, cuando necesita uno hablar de uno mismo, como en mi caso. Eso es lo que se llama egoísmo y el egoísmo es una cosa aborrecible, sobre todo para los que son como yo, pues bien conocen todos mi carácter simpático. Debería tomar ejemplo de mí. No podría encontrar un modelo mejor. Ahora que tiene esa oportunidad, aprovéchela sin tardanza, porque voy a volver a la corte en seguida. Soy muy estimado en la corte. Ayer, el príncipe y la princesa se casaron en mi honor. Seguramente no estará enterada de nada de esto, ¡como es provinciana!


-¡No se moleste en hablarle! -dijo una libélula posada en la punta de una espadaña-. Se ha ido.


-Bueno, ¡ella se lo pierde y no yo! No voy a dejar de hablarle, sólo porque no me escuche. Me gusta oírme hablar. Es uno de mis mayores placeres. Sostengo a menudo largas conversaciones conmigo mismo y soy tan profundo que a veces no comprendo ni una palabra de lo que digo.


-Entonces debe ser licenciado en filosofía -dijo la libélula.


Y desplegando sus lindas alas de gasa, se elevó hacia el cielo.


-¡Qué necedad demuestra al no quedarse aquí! -dijo el cohete-. Estoy seguro de que no habrá tenido muy a menudo la oportunidad de educar su espíritu; aunque después de todo me es igual. Un genio como el mío será apreciado con toda seguridad algún día.


Y se hundió un poco más en el fango.


Pasado un rato, una gran pata blanca nadó hacia él. Tenía las patas amarillas, los pies palmeados y la consideraban como una gran belleza por su contoneo.


-¡Cuac!, ¡cuac!, ¡cuac! -dijo-. ¡Qué tipo más raro tiene usted! ¿Puedo preguntarle si ha nacido aquí o si es de resultas de algún accidente?


-¡Cómo se ve que ha vivido siempre en el campo! De otro modo sabría quién soy. Sin embargo, disculpo su ignorancia. Sería descabellado querer que los demás fueran tan extraordinarios como uno mismo. Sin duda le sorprenderá saber que vuelo por el cielo y que caigo en una lluvia de chispas de oro.


-No lo considero muy estimable -dijo la pata-, pues no veo en qué puede ser eso útil a nadie. ¡Ah! Si arara los campos como un buey; si arrastrase un carro como el caballo; si guardase un rebaño como el perro del ganado, entonces ya sería otra cosa.


-Buena mujer -dijo el cohete con tono muy altivo-, veo que pertenece a la clase baja. Las personas de mi rango no sirven nunca para nada. Tenemos un encanto especial y con eso basta. Yo mismo no siento la menor inclinación por ningún trabajo y menos aún por esa clase de trabajos, que enumera. Además, siempre he sido de opinión que el trabajo rudo es simplemente el refugio de la gente que no tiene otra cosa que hacer en la vida.


-¡Bien, bien! -dijo la pata, que era de temperamento pacífico y no reñía nunca con nadie-. Cada cual tiene gustos diferentes. De todas maneras, deseo que venga a establecer aquí su residencia.


-¡Nada de eso! -exclamó el cohete-. Soy un visitante, un visitante distinguido y nada más. El hecho es que encuentro este sitio muy aburrido. No hay aquí ni sociedad ni soledad. Resulta completamente de barrio bajo... Volveré seguramente a la corte, pues estoy destinado a causar sensación en el mundo.


-Yo también pensé en entrar en la vida pública -observó la pata-. ¡Hay tantas cosas que piden reforma! Así pues, presidí, no hace mucho, un mitin en el que votamos unas proposiciones condenando todo lo que nos desagradaba. Sin embargo, no parecen haber surtido gran efecto. Ahora me ocupo de cosas domésticas y velo por mi familia.


-Yo he nacido para la vida pública y en ella figuran todos mis parientes, hasta los más humildes. Allí donde aparecemos, llamamos extraordinariamente la atención. Esta vez no he figurado personalmente, pero cuando lo hago, resulta un espectáculo magnifico. En cuanto a las cosas domésticas, hacen envejecer y apartan el espíritu de otras cosas más altas.


-¡Oh, qué bellas son las cosas altas de la vida! -dijo la pata-. ¡Esto me recuerda el hambre que tengo!


Y la pata volvió a nadar por el río, continuando sus ¡cuac... cuac... cuac...!


-¡Vuelva, vuelva! -gritó el cohete-. Tengo muchas cosas que decirle.


Pero la pata no le hacía ningún caso.


-Me alegro de que se haya ido. Tiene realmente un espíritu mediocre.


Y hundiéndose un poco más en el fango, empezaba a reflexionar sobre la belleza del genio, cuando de repente dos chiquillos con blusas blancas llegaron al borde de la cuneta con un caldero y unos leños.


-Ésta debe ser la comisión -dijo el cohete. Y adoptó una digna compostura.


-¡Oh! -gritó uno de ellos-. Mira este palo viejo. ¡Qué raro que haya venido a parar aquí!


Y sacó el cohete de la cuneta.


-¡Palo viejo! -refunfuñó el cohete-. ¡Imposible! Habrá querido decir palo precioso. Palo precioso es un cumplido. Me toma por un personaje de la corte.


-¡Echémoslo al fuego! -dijo el otro muchacho-. Así ayudará a que hierva la caldera.


Amontonaron los leños, colocaron el cohete sobre ellos y prendieron fuego.


-¡Magnífico! -gritó el cohete-. Me colocan a plena luz. Así todos me verán.


-Ahora vamos a dormir! -dijeron los niños-, y cuando nos despertemos estará ya hirviendo la caldera.


Y acostándose sobre la hierba cerraron los ojos. El cohete estaba muy húmedo. Pasó un buen rato antes de que ardiese. Sin embargo, al fin, prendió el fuego en él.


-¡Ahora voy a partir! -gritaba.


Y se erguía y se estiraba.


-Sé que voy a subir más alto que las estrellas, más alto que la luna, más alto que el sol. Subiré tan arriba que...


-¡Fisss! ¡Fisss! ¡Fisss!


Y se elevó en el aire.


-¡Delicioso! -gritaba-. Seguiré subiendo así siempre. ¡Qué éxito tengo!


Pero nadie lo veía.


Entonces comenzó a sentir una extraña impresión de hormigueo.


-¡Voy a estallar! -gritaba-. Incendiaré el mundo entero y haré tanto ruido, que no se hablará de otra cosa en un año.


Y, en efecto, estalló.


-¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! -hizo la pólvora. La pólvora no podía hacer otra cosa.


Pero nadie oyó, ni siquiera los dos muchachos que dormían profundamente.


No quedó del cohete más que el palo que cayó sobre la espalda de una oca que daba su paseo alrededor de la zanja.


-¡Cielos! -exclamó-. ¡Ahora llueven palos!


Y se tiró al agua.


-¡Me parece que he causado una gran sensación! -musitó el cohete.


Y expiró.