1.
Sleptsov regresó del pueblo caminando a través de las nieves que lo empañaban
todo y, al llegar a su mansión campestre, se refugió en un rincón, sentado en
una butaca de terciopelo que no recordaba haber utilizado con anterioridad. Es
el tipo de cosa que sucede después de una gran calamidad. Y no es tu hermano,
sino alguien a quien apenas conoces, un vecino que vive en la granja contigua y
a quien nunca has concedido demasiada atención, alguien con quien habitualmente
apenas intercambias una palabra, quien te conforta con sus palabras sabias y
amables, y es él quien te alcanza el sombrero que se te ha caído una vez que ha
terminado el funeral, y tú estás roto de dolor, con los dientes que te
castañetean y los ojos cegados por el llanto. Lo mismo pasa con los objetos
inanimados. Cualquier habitación, incluso la más absurdamente pequeña y
acogedora, aquellos aposentos que nunca se habitan ni se utilizan en un ala
perdida de la casa de campo, pueden albergar un rincón deshabitado. Y un rincón
así era el que ahora albergaba a Sleptsov.
El ala se
conectaba, a través de una terraza o galería de madera, obstruida ahora por la
nieve acumulada de nuestra Rusia del norte, con la vivienda principal que sólo
se utilizaba en verano. No había necesidad de despertarla, de calentarla: el
amo había venido de San Petersburgo a pasar sólo un par de días y se había
instalado en el anexo, donde bastaba con poner en marcha las estufas blancas de
porcelana danesa.
El amo se
quedó sentado en su rincón, en aquella butaca de terciopelo, como si estuviera
en la sala de espera de la consulta de un médico. La habitación flotaba en la
oscuridad; el denso azul de las primeras horas del crepúsculo se filtraba a
través de las láminas de cristal de escarcha del paño de la ventana. Iván, el
criado silencioso y corpulento, que se había quitado el bigote no hacía mucho y
que ahora se parecía bastante a su padre, el mayordomo de la familia, ya
fallecido, trajo un quinqué de gas, dispuesto como es debido y rebosante de
luz. Lo depositó en una mesa pequeña y silenciosamente lo introdujo en su
pantalla de seda rosa. Un espejo ligeramente inclinado reflejó por un instante
su cabello gris y el dorso de su cabeza. Luego se retiró y la puerta se cerró con
un crujido suave.
Sleptsov
alzó la mano, que tenía apoyada en la rodilla, y se dispuso a examinarla
lentamente. La cera de la vela se había derramado y una gota se le había
quedado pegada endurecida entre los pliegues de dos dedos. Extendió los dedos y
la pequeña escama blanca se desprendió con un chasquido apagado.
2.
A la mañana siguiente, después de pasar una noche entregado completamente a
sueños sin sentido, fragmentarios, sin relación alguna con su dolor, cuando
Sleptsov salió a la fría terraza, una tabla de la madera del suelo emitió un
ruido como el disparo de una pistola bajo sus pies, y los reflejos de múltiples
colores de los distintos paños de las ventanas formaron un paraíso de
rectángulos cromáticos en los asientos de madera lavada y desnuda, sin cojines,
que se alineaban a lo largo de las ventanas y bajo el alféizar. La puerta se le
resistió al principio, para luego abrirse con un crujido como de mandíbula
lasciva, y la escarcha deslumbrante lo hirió en el rostro. La arena rojiza, que
alguien había arrojado providencialmente sobre el hielo que cubría los
escalones del porche, parecía canela, y de los árboles colgaban ramas de hielo
hendidas de un azul verdoso. Los muros de nieve alcanzaban las ventanas del
anexo, atrapando con fuerza la pequeña y confortable estructura de madera en
sus garras de hielo. Los pequeños túmulos de un blanco cremoso, que albergaban
lo que en verano eran macizos de flores, se alzaban ligeramente sobre la nieve
del suelo delante del porche, y a lo lejos acechaba el resplandor del parque,
donde hasta el más pequeño apéndice de las negras ramas lucía con un borde de
plata, y los abedules parecían querer recoger sus garras verdes bajo el peso de
su carga brillante color de ciruela.
Con altas
botas de fieltro y un abrigo de piel con cuello de astracán, Sleptsov se
encaminó en línea recta por la única senda abierta en la nieve, hacia aquel
paisaje distante y cegador. Se sorprendía de seguir todavía vivo, y de ser
capaz de percibir el brillo de la nieve y de sentir que los dientes le dolían
al contacto con el frío. Incluso se dio cuenta de que un macizo cubierto de
nieve había adquirido la forma de una fuente y de que un perro había dejado una
serie de huellas de color azafrán sobre el muro de nieve, marcas ardientes
sobre el hielo. Un poco más lejos, los postes de un puente peatonal sobresalían
por encima del manto nevado, y al llegar allí Sleptsov se detuvo. Con amargura,
con rencor, limpió a golpes la barandilla de aquel manto velludo de nieve.
Recordó con absoluta nitidez el aspecto de aquel mismo puente en el último
verano.
Su hijo caminaba por aquellas tablas resbaladizas, salpicadas de
amentos, y con destreza absoluta cazó en su red una mariposa que se había
posado en la barandilla. Y en ese preciso momento el hijo vio a su padre. En su
rostro se demora juguetona una risa perdida ya para siempre, bajo el ala de un
sombrero de paja quemado por el sol; sus manos juegan con la cadena de la bolsa
de piel que lleva colgada del cinturón, y abre las piernas tan queridas, tan
suaves, morenas, en sus pantalones de lino y sandalias mojadas, con aquella
postura tan suya y tan alegre. Murió en San Petersburgo, hace sólo unos días,
después de murmurar incoherentemente en su delirio historias diversas acerca
del colegio, de su bicicleta, de un gran insecto oriental, y ayer Sleptsov
había llevado el ataúd -agobiado, parecía, con el peso de toda una vida- al
campo, al panteón familiar junto a la iglesia del pueblo.
Estaba todo
tan silencioso y tranquilo como sólo puede estarlo un día helado de sol.
Sleptsov alzó la pierna, salió del sendero dejando tras de sí huellas azules en
la nieve y se abrió camino, entre los troncos de unos árboles inquietantemente
blancos, hasta llegar al lugar donde el parque terminaba abruptamente cortado
por el río. Más abajo, los bloques de hielo resplandecían junto a un agujero
que quebraba la limpia sábana de hielo y, en la ribera opuesta, unas columnas
muy rectas de humo rosa se alzaban por encima de los tejados nevados de las
cabañas de madera. Sleptsov se quitó el gorro de astracán y se apoyó en el
tronco de un árbol. En algún lugar en la distancia unos campesinos estaban
cortando leña, cada golpe rebotaba con estruendo hacia el cielo, y más allá de
la niebla plateada de los árboles, por encima de las isbas achaparradas, el sol
hería con sus rayos ecuánimes la cruz de la iglesia.
3.
Y allí fue donde encaminó sus pasos después del almuerzo, en un viejo trineo de
respaldo recto. La crin del caballo negro chasqueaba con fuerza en el aire
helado, las blancas plumas de las ramas cercanas al suelo se deslizaban por
encima de su cabeza, y las huellas que veía ante sí restallaban con un brillo
azul de plata. Cuando llegó se sentó durante una hora junto a la tumba,
descansando su mano enguantada y pesada en el hierro de la baranda que le
quemaba la mano a través de la lana. Volvió a casa con un leve sentimiento de
desencanto, como si allí, en el cementerio, hubiera estado más alejado de su
hijo que aquí, donde las incontables huellas veraniegas de sus sandalias
rápidas hubieran quedado preservadas intactas bajo la nieve.
Por la
noche, abrumado con una especie de ataque agudo de tristeza intensa, mandó
abrir la casa principal. Cuando la puerta cedió con un lamento poderoso, dando
paso a una brizna de una rara frescura, impropia del invierno, procedente del
sonoro vestíbulo enrejado en hierro, Sleptsov tomó la lámpara de las manos del
guarda y entró solo en la casa. Los suelos de parqué crujían fantasmales bajo
sus pasos. Cuarto tras cuarto se fue llenando de luz amarilla y los muebles
bajo sus sudarios le resultaron desconocidos; del techo ya no colgaba una araña
cantarina sino una bolsa silenciosa; y la enorme sombra de Sleptsov, con un
brazo que lentamente se iba extendiendo y separando del cuerpo, flotaba por las
paredes y por los rectángulos grises de los cuadros.
Fue hasta la
habitación que había constituido el estudio de su hijo en el verano, apoyó la
lámpara en el alféizar de la ventana y, rompiéndose las uñas al hacerlo, abrió
las contraventanas, a pesar de que afuera todo era oscuridad. La llama amarilla
del quinqué que ardía se reflejó en el cristal azul en el que también y por un
momento se dibujó su rostro amplio y barbado.
Se sentó
junto a la mesa vacía y, adusto, con el ceño fruncido, examinó el pálido papel
de la pared con sus guirnaldas de rosas azuladas; un escritorio estrecho, como
de oficina, con cajones de arriba abajo; el sillón y las butacas bajo sus
fundas; y de repente, dejando caer la cabeza sobre la mesa, empezó a temblar,
apasionada, ruidosamente, apoyando primero sus labios, y luego sus mejillas
mojadas contra la madera fría y polvorienta, y se aferró entre convulsiones a
las esquinas distantes de la mesa.
En la mesa
encontró un cuaderno, unas planchas donde clavar las mariposas, alfileres
negros y una caja de galletas inglesas que contenía un gran gusano de seda
bastante exótico que había costado tres rublos. Al tacto tenía la consistencia
del papel y parecía que estaba hecho de hojas pardas dobladas. Su hijo lo había
recordado en su enfermedad, lamentándose de no habérselo llevado consigo, pero
consolándose pensando que la crisálida que albergaba estaba probablemente
muerta. También encontró una red desgarrada: una bolsa de tartalana en un aro
que se doblaba (la gasa todavía olía a verano y a hierba caliente por el sol).
Luego, sin
dejar de llorar con todo su cuerpo, empezó a sacar uno a uno, inclinándose casi
hasta el suelo, los cajones con cubierta de cristal del escritorio. A la débil
luz del quinqué, los archivos de ejemplares diversos brillaban como si fueran
de seda bajo el cristal. Aquí, en esta habitación, en esta misma mesa, su hijo
había instalado y extendido las alas de sus capturas. Primero insertaba un
alfiler en el insecto que había matado con todo cuidado y lo pegaba a la tabla
de corcho, entre hileras de lana ajustable, y agarraba cuidadosamente, planas,
las alas todavía frescas y suaves. Ahora ya estaban secas, hacía tiempo que lo
estaban, y habían sido dispuestas en el escritorio -aquellas Pavo Real espectaculares, aquellas
deslumbrantes Olmeras y Nazarenas, y las distintas Falenas, algunas montadas en posición
supina para mostrar sus tripas color de madreselva. Su hijo pronunciaba sus
nombres latinos con un quejido de triunfo o con una expresión de desdén. ¡Y
aquellas mariposas, las mariposas, las primeras Aspen Hawk de cinco veranos atrás!
4.
Había luna y la noche estaba azul como con humo; unas nubes modestas se
esparcían por el cielo sin llegar a tocar la luna, delicada, helada. Los
árboles, masas de escarcha gris, lanzaban sombras oscuras en las paredes de
nieve que destellaban aquí y allá en chispas metálicas. En la habitación
tapizada y calentada del anexo, Iván había colocado un abedul de dos pies en un
macetero de barro sobre la mesa, y estaba poniendo una vela en la cruz de su
rama superior cuando Sleptsov llegó de la casa principal, helado, con los ojos
enrojecidos, las mejillas sucias y manchadas de gris, con una caja de madera
bajo el brazo. Al ver el árbol de Navidad sobre la mesa, preguntó abstraído: "¿Qué es eso?".
Liberándolo
de la caja, Iván contestó con voz sorda, enternecida.
-Mañana es
fiesta.
-No,
lléveselo -dijo Sleptsov frunciendo el ceño, mientras pensaba: "¿Será posible que sea Navidad? ¿Cómo
puedo haberme olvidado?".
Iván
insistió amablemente.
-Es bonito,
y además es verde. Déjelo durante un tiempo.
-Por favor,
lléveselo -repitió Sleptsov y se inclinó sobre la caja que había traído
consigo. En ella atesoraba las posesiones de su hijo, la red para cazar
mariposas, la lata de galletas con el capullo de seda, la tabla donde clavaba
las mariposas, los alfileres en su caja de laca, el cuaderno azul. La primera
página estaba desgarrada y rota por la mitad, y el trozo que quedaba encerraba
un fragmento de un dictado de francés. A continuación había entradas y
anotaciones cotidianas, nombres de mariposas que había capturado, y otras
notas:
"He caminado por el pantano hoy
hasta llegar a Borovichi..."
"Hoy ha estado lloviendo. He jugado al
ajedrez con mi padre, y luego he leído la Fragata de Goncharov,
tremendamente aburrida."
"Un día de calor maravilloso. Por la
tarde he dado un paseo en bicicleta. Se me ha metido una mosca en el ojo. He
pasado deliberadamente junto a su casa dos veces pero no la he visto..."
Sleptsov
levantó el rostro, y se tragó algo enorme y también caliente. ¿Quién era
aquella mujer a la que se refería su hijo?
"Como siempre, he dado mi paseo en
bicicleta", continuó leyendo.
"Casi nos cruzamos con la mirada. Mi amor, mi amada..."
-Esto es inconcebible
-susurró Sleptsov-. No puedo ni imaginarme...
Volvió a inclinarse,
descifrando con avidez aquella letra infantil que no conseguía mantener líneas
ni márgenes.
"Hoy he visto un ejemplar de la Vanesa Atalanta. Eso quiere decir que ha llegado el otoño.
Por la noche, lluvia. Probablemente se haya ido ya, y ni siquiera nos hemos
conocido. Adiós, mi amor. Me siento tremendamente triste..."
-Nunca me
dijo nada... -Sleptsov intentó recordar, frotándose la frente con la palma de
la mano.
En la última
página había un dibujo a tinta: los cuartos traseros de un elefante, dos
columnas gruesas, la punta de las orejas y una cola diminuta.
Sleptsov se
levantó. Movió la cabeza en un gesto de desaprobación, conteniendo una nueva
avalancha de gemidos despreciables.
-Ya no puedo
aguantar más -se arrastraba su voz entre gemidos, sin dejar de repetir cada vez
más despacio-, ya... no... puedo... aguantar... más...
-Mañana es
Navidad -el recuerdo lo invadió bruscamente-, y yo me voy a morir. Desde luego.
Es tan sencillo. Esta misma noche...
Sacó un
pañuelo y se secó los ojos, la barba, las mejillas. En el pañuelo quedaron unas
manchas, rayas oscuras.
-...muerte
-dijo Sleptsov suavemente, como rematando una frase muy larga.
El reloj dio
la hora. La escarcha se imbricaba en dibujos geométricos sobre el cristal azul
de la ventana. El cuaderno, abierto, brillaba radiante sobre la mesa; junto a
él, la luz atravesaba la gasa del cazamariposas y relucía en la esquina de la
lata abierta. Sleptsov cerró los ojos con fuerza, y tuvo una sensación pasajera
de que ante él se tendía una vida terrena, totalmente desnuda y comprensible, y
también estremecedoramente triste, humillantemente sin sentido, estéril,
desnuda de milagros...
En ese
preciso momento se oyó un chasquido, un ruido débil como el de una goma que se
estira hasta romperse. Sleptsov abrió los ojos. El gusano de seda en su lata de
galletas había estallado, y una criatura negra y toda arrugada, del tamaño de
un ratón, reptaba por la pared por encima de la mesa. Se detuvo, asido a la
superficie con sus seis patas velludas, y empezó a palpitar de forma extraña.
Había surgido de su crisálida debido a que un hombre, vencido por el dolor,
había llevado una lata hasta su habitación caldeada, y el calor había penetrado
su envoltura tensa de hojas de seda; había esperado aquel momento durante tanto
tiempo, había reunido toda su fuerza con tal furor, que ahora, habiendo
conseguido surgir a la vida, no hacía sino desparramarse lenta y
milagrosamente. Poco a poco los tejidos arrugados, las extremidades de
terciopelo se fueron desplegando; las venas en forma de abanico se fueron
fortaleciendo al llenarse de aire. Imperceptiblemente, se transformó en una
cosa alada, de la misma forma en la que un rostro que está madurando se
convierte imperceptiblemente en un rostro bello. Y sus alas -todavía débiles,
todavía húmedas- no dejaban de crecer y de desplegarse, y ahora ya habían
llegado a desarrollarse hasta el límite que Dios les había puesto, y allí, en
la pared, en lugar de un terrón minúsculo de vida, en lugar de un ratón oscuro,
lo que había era una gran mariposa Attacus como
esas que vuelan, como pájaros, en torno a las lámparas en el crepúsculo de la
India.
Y entonces
aquellas poderosas alas negras, cada una con su mancha vidriosa y su vello
púrpura enganchado al polvo de sus bordes, respiraron a fondo bajo el impulso
de una felicidad tierna, devastadora, casi humana.